El periodista le preguntó: “¿cómo es usted capaz de anotar siempre la canasta decisiva en los momentos finales de los partidos?”; y él respondió: “muy sencillo. Me pagan para meter esa”.
No, no era LeBron James el entrevistado. En baloncesto, y en todos los deportes, hemos conocido a grandes fenómenos capaces de dar lo mejor de sí mismos cuando la cosa se pone crítica, y a otros también grandes que, en cambio, no consiguen dar la talla en esos trances, fallan lo que no suelen o simplemente se esconden. A todos nos vienen a la memoria muchos nombres en las dos facetas, podríamos empezar, 1, 2, 3… Se dice que unos nacen ganadores por antonomasia, otros perdedores impenitentes. Pero tampoco es una condición irreversible. Los hubo que se transformaron de lo uno a lo otro y viceversa.
En muchos casos, se trata de una cuestión puramente psicológica. Está dentro de uno. Hay casos de grandes campeones que fallaron una vez –nada más humano- y se lo empezaron a echar en cara y a recordar de tal manera que ya fallaron siempre. No podían quitarse de encima esa presión que para ellos era nueva, y ya nunca supieron superar su primer y comprensible fallo. Y tenemos a otros que consiguieron vencer sus miedos y que no les temblara el pulso cuando se trataba de finiquitar la cuestión.
Estamos hablando de LeBron. Reclutado por Cleveland con 18 años, Rookie del año, MVP de la temporada en 2009 y 2010, se echó a los Cavaliers a la espalda y los hizo asiduos de los play off, les llevó a las finales de 2006. Irreprochable carrera la de “King James”, directo a la senda de los más grandes. Pero cuando se escala a esas alturas, todo se empieza a complicar, la respiración se hace más difícil, los pasos en falso se pagan más caro. A todo crack le llega el momento en el que ya no le ríen todas sus gracias, se les empieza a exigir todo y se les mira con lupa con cualquier error, cualquier renuncio.
Y a James ese mal de altura le sobreviene ya en sus últimos años en Cleveland, precisamente en su mejor momento, cuando después de firmar por dos veces la mejor temporada regular, no fueron capaces de acreditar su condición de favoritos en los play off. Entonces vino el salto de calidad que supuso su fichaje por los Heat y la conjunción con Wade y Bosh. Su regreso a las finales, esta vez con un equipo que ya fuera campeón en 2005, y precisamente frente al mismo rival. Las críticas tras la mayor decepción de su carrera. La crueldad del enemigo que ve su sangre, ahora Kobe le grita “tira, tira” cuando tiene el balón a cuatro segundos del final. Y no tira. Y repite el gesto en el siguiente partido. Y el run run en la grada, en la prensa, en las web, en este artículo…
Nadie puede asegurar –yo no lo voy a hacer, desde luego- que este monumento de jugador no se salga en el séptimo partido de unas hipotéticas finales este mismo año, y que no clave en el último segundo el triple que ponga Miami boca arriba y calle todas las bocas. Pero lo que sí es seguro es que en estos momentos al de Akron le zumban los oídos, se le aparecen los fantasmas cada vez que se asoma a un final igualado. No sé si con ayuda de psicólogos o no, pero será él quien al final tendrá que dilucidar la cuestión. Si se reinventa en LeBron el Terrible o si por el contrario se queda para siempre en el timorato James.
Esto es, si se conforma con anotar las otras treinta o cuarenta canastas que completan una excepcional hoja de servicio, o si es capaz de meter justo esa por la que decía aquel otro que le pagaban. Por cierto, ¿a que saben quién era?
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